EL REINO. Emmanuel Carrére
Esto no es una reseña, es una lectura compartida y cualquier libro de Carrère, lo que consigue es establecer una conversación, lo que se llama de forma absurda en el mundo literario, «enganchar». Que un libro enganche, qué palabra tan fea, quiere decir que consigue que el lector quiera leerlo hasta el final y además con cierta avidez. Cuando terminas un libro de Carrère estás esperando que empiece porque la promesa del principio, una inquietud siempre inmensa que te mete de cabeza, continua como al principio. Carrère nunca cuenta lo que tiene que contar, el personaje Carrère siempre se va por las ramas y como además es el autor y el narrador, el texto se va por las ramas. Eso no es malo, es una forma peculiar de narrar que mantiene el suspense del principio con más intensidad al final. Podríamos decir que Carrère es un descubridor de abismos.
En este caso, en El Reino, el autor, Carrère, decide escribir un libro y es una decisión que parece que viene un poco porque no tiene nada que contar y puede aprovechar unos comentarios que hacía diariamente sobre el evangelio de San Juan en los años en los que se comportó como católico. El narrador llama a ese comportarse como católico «conversión» y lo pone entre comillas, la voz de Carrère es honesta. Precisamente, el inmenso material que parece que se presenta ante el lector es una conversión, la conversión de un escritor lleno de razones y totalmente social, Carrère como personaje no es un ermitaño. Sin embargo, el narrador tira de los evangelios y empieza a reconstruir la época de Pablo y Lucas, el nacimiento de la iglesia para poder entender cómo ha podido llegar tan lejos una forma de entender el mundo tan poco racional. La razón del protagonista se dispone a entender lo irracional del cristianismo, el escritor de ficción se imagina a todos los personajes: Pablo, Lucas, Marcos, Santiago. Reconstruye las atrocidades de Roma, son unas descripciones breves que nos colocan en un mundo sumamente violento. El personaje racional quiere ver los textos no como sagrados, por eso reconstruye cómo fueron escritos, quién contó qué, cuándo y dónde,cómo eran las voces de los narradores. En realidad, un cristiano nunca se plantea como fueron escritos, son sagrados.
He resaltado al principio la capacidad de Carrère de crear una conversación con el lector: el narrador le cuenta directamente al lector, como si lo tuviera delante. Y una lectora entra en escena y le pide que haga una acción para entender lo que no entiende. Y Carrère le hace caso. No voy a contar esa acción que hay que leer, pero ahí había otra oportunidad de volver al tema esperado, el de la conversión, sin embargo, esa razón de Carrère que salta de rama en rama, retoma la cordura y sitúa al personaje Carrére, «un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos impedimentos para entrar en el Reino». Ha ido criticando a lo largo del libro la inteligencia como un impedimento para la famosa «conversión». Como lectora, me sorprendo: ¿Cómo un hombre inteligente sabe qué es ser inteligente? En cualquier caso, ha descubierto que las leyes del Reino son las contrarias a las leyes de la posición y la riqueza, se da cuenta de la grandeza del cristianismo y siente el alivio de volver a casa sin la famosa «conversión». La razón ha coronado el cristianismo, sin embargo, la conversión viene de otro lado. No hay conversión desde la razón, ¿cuál es el mecanismo por el que alguien puede dejarlo todo y vivir en la locura del cristianismo? Con ese impulso escribe el texto y la pregunta queda tan abierta como el abismo. Ahora empezaría la novela, que no sería racional.