Fragmento del Discurso en el Día de Galicia en Buenos Aires. Castelao

castelao1» Que la hoguera del espíritu siga calentando vuestras vidas y que la hoguera del fuego nunca deje de calentar vuestros hogares.»

El 25 de julio de 1948, Castelao celebra el Día de Galicia en su exilio en Buenos Aires. Su trabajo allí es mantener una cultura, la suya, y con un discurso intenta definirla. La elección del texto no es por su carácter nacionalista, sino por una idea que resulta muy interesante en Literatura.

Este discurso representa «la alabanza de la Tradición por encima de la Historia». Va describiendo la Santa Compaña con los protagonistas de la Historia en primera línea, cada uno con el símbolo de su vida, y al final, el pueblo, miles de lucecitas, los innombrables, pero los verdaderos artífices de un espacio digno para vivir.

Resulta conmovedora esa comparación entre los grandes nombres cargando de manera pesada con sus vidas, y el pueblo iluminando de forma natural formando un grupo enorme, una unidad.

En la Literatura gallega, lo que más me llama la atención es el protagonismo del pueblo en muchas de sus obras. Minusvalorada precisamente por ello, no puedo entender que no resulte más interesante conocer al pueblo desde sí mismo y no desde la mirada de otro personaje de clase más alta.

No puedo recomendar en castellano muchos libros, porque no están traducidos. Pero si alguien puede leer en gallego Fins do mundo de Bernardino Graña, encontrará cuentos con una humanidad excepcional. Castelao por supuesto, mezcla personajes de todas las clases sociales dándoles el mismo peso. En Os vellos non deben de namorarse, la igualdad ante la muerte resulta liberadora, siempre.

Y aprovecho para contar la emoción liberadora que provocan las óperas de Mozart donde los criados son los verdaderos protagonistas, porque al no ser nadie, pueden moverse con libertad y mirar a su amo con cierta lástima, es más, llegan a representar la verdadera vida.
También Bertold Brecht o Valle Inclán están en esta línea.

Este no parece un tema actual, ¿existe “el pueblo” ahora mismo? Lo que sí puede existir es la necesidad de serlo.

Fragmento del discurso:

No; es mucho mejor evocar algo irreal, algo puramente imaginario, algo que con su simbolismo nos deje ver el pasado para provecho del futuro, como una buena experiencia. Podemos imaginar, por ejemplo, una Santa Compaña de inmortales gallegos, en interminable procesión. Allí veremos las nobles dignidades y los fuertes caracteres que dió Galicia en el transcurrir de su Historia.

Los veremos caminar en silencio, con la cara en sombras y el mirar caído en la tierra de sus pecados o de sus amores, escondiendo ideas tan viejas que hoy ni tan siquiera seríamos capaces de comprender, y sentimientos tan perennes que son los mismos que ahora bullen en nuestro corazón. A algunos los veremos revestidos con ricos paños y fulgurantes armaduras; pero los más de ellos van descalzos o desnudos, con los huesos plateados por el fulgor astral.

Al frente de todos va Prisciliano, el heresiarca decapitado, llevando su propia calavera en una caja de marfil y afirmado en un largo cayado, que termina con la hoz de los druidas, a modo de báculo episcopal. Siguen a Prisciliano muchos adeptos, varones y mujeres. Detrás vienen dos magnates, que quizás sean: Teodosio, el gran Emperador de Roma, y San Dámaso, el sumo pontífice de la cristiandad, seguidos ambos por una hueste de soldados y eclesiásticos. Vemos después una hilera de muertos esclarecidos, que portan los atributos de su dignidad o de su profesión. Allí distinguimos a la virgen Eteria, la escritora peregrina, con túnica de blanco lino y caminando con bamboleante compás. Al historiador Paulo Orosio, discípulo de San Agustín, que marcha pensativo, con un rollo de pergaminos en la mano. Al obispo e cronista de los tiempos suevos, a Idacio, que alumbra el camino con una lámpara de bronce. A San Pedro de Mezonzo, el autor de Salve Regina Mater – el cántico y oración más hermoso de la Iglesia-, con una fragante azucena en los labios. Al fundador San Rosendo, que sostiene litúrgicamente la custodia de nuestro escudo tradicional. Y muchos, y muchos más, que es dificultoso reconocer. Luego vemos al primer Arzobispo de Compostela, el gran Gelmirez, revestido de pontificial, con aurifulgente cortejo de mitrados e canónigos. A la par del prelado vienen Alfonso VII, el Emperador, con cetro en la diestra, espada en la siniestra y corona de oro y pedrería en las sienes. Siguen al Emperador: el Conde de Traba, su ayo, y demás bultos de la soberbia feudal de Galicia. Vemos después a los monjes letrados, en larga fila, con velas prendidas y libros abiertos. Viene detrás el maestro Mateo, el Santo de los Croques, con el Apocalipsis debajo del brazo, encabezando una multitud de arquitectos e ingenieros, que portan las herramientas de sus artes. Enseguida aparece una multitud de juglares y trovadores, en mezcla de tipos y atavíos. Algunos semejan haber sido monjes; otros calzan espuelas de oro, en señal de que fueron caballeros; pero los más de ellos van harapientos, con viejas cítaras, laúdes y zanfonas al hombro. Allí reconocemos a Bernaldo de Bonaval, a Airas Nunes, a Eanes de Cotón, a Pero da Ponte, a Pero Meogo, a Xoahán de Guillade, a Meendiño, a Xoán Airas, a Martín Códax, a Paio Gómez Charino, a Macías, a Padrón, e muchos más, todos con fuego en el pecho. No tardan en aparecer las dos veladas e infortunadas hermanas, Inés y Xohana de Castro, la que reinó en Portugal después de muerta y la que fue reina de Castilla en una sola noche tibia de verano, como dos rosas de plata las coronas de su efímero reinado. Vienen enseguida los muchos varones altaneros de Galicia, los señores feudales, que no supieron vivir en paz ni consigo mismos, todos ellos montados en bestias negras, desde Andrade, el Bueno, seguido por un jabalí – símbolo totémico de su casa-, hasta el valiente Pedro Madruga, que lleva el puñal de la traición clavado en las costillas. Como grupo singular destácase el Mariscal Pardo de Cela, junto con sus compañeros de martirio injustamente decapitado, que sostienen con ambas manos sus propias cabezas, todavía frescas, que chorrean sangre y piden justicia. También vemos una buena representación del feudalismo eclesiástico, y en él distinguimos a los tres Arzobispos Fonseca, padre, hijo y nieto, seguidos por una mula cargada con las obras de Erasmo. Y detrás de tanto señorío feudal viene a pie su mejor cronista, Vasco da Ponte. Enseguida reconocemos la imponente tropa de irmandiños, que arrastran cadenas, con lanzas y hoces armadas en palos, llevando por abanderado a Rui Xordo, que sostiene en alto una antorcha de paja prendida y humeante.

Aquí comienza a decaer la categoría del fúnebre cortejo, como decae Galicia al trocarse en pueblo vencido y subordinado. Pero sigue dando individualidades, como Sarmiento de Gamboa y los Nodales, que caminan juntos, portando astrolabios, atlas y conchas extrañas; el filósofo escéptico, Francisco Sánchez, toga de Doctor; los Virreyes de Nápoles y de las Indias, Conde de Lemos y Conde de Monterrey, que sirvieron lealmente a quien no merecía ser servido por ningún gallego; los tres grandes Embajadores felipescos, Zúñiga, de Castro y Gondomar, que inútilmente derrocharon talento, sabiduría y artes diplomáticas; los escultores Moure y Ferreiro, junto con los arquitectos Andrade y Casas y Nóvoa, que liberaron de cadenas a nuestra originalidad oprimida; el Padre Sarmiento y el Padre Feixóo, que remediaron el retraso cultural de España con su poderosa erudición y su genio enciclopédico. Viene pronto Nicomedes Pastor Díaz, con su lira de nácar, abriendo el renacimiento literario de Galicia y seguido por los poetas Añón, Rosalía, Curros, Pondal, Ferreiro, Lamas, Amado Carballo, Manoel Antonio y tantos otros, todos con estrellas sobre sus frentes; los historiadores Vicetto, Murguía y Brañas, la pensadora Concepción Arenal, la escritora Pardo Bazán, y por fin el gran Don Ramón, todavía no bien descarnado…

Acabo de citar unos cuantos bultos de la Santa Compaña de inmortales gallegos, unos cuantos nada más, porque en los dos mil años de nuestra historia, los bultos se cuentan por millares.

Dice Oliveira Martíns que en la Historia no hay más que muertos y que la crítica histórica no es un debate, sino una sentencia. Pero todos sabemos que los muertos de la Historia reviven y mandan sobre los vivos – muchas veces desgraciadamente -, como todos sabemos que la mejor sentencia es la que se da después de un debate. Por eso yo gusto de poner a debate a nuestra Historia, no a nuestra Tradición, porque si bien es cierto que se puede componer una gran Historia de Galicia con sólo recoger las crónicas de sus grandes hombres, también es cierto que ninguno de ellos, ni todos juntos, fueron capaces de erguir la intransferible autonomía moral de Galicia a categoría de hecho indiscutible y garantizado.

Afortunadamente, Galicia cuenta, para su eternidad, con algo más que una Historia mutilada, cuenta con una Tradición de valor imponderable, que eso es lo que importa para ganar el futuro.

Cuando la Santa Compaña de inmortales gallegos, que acaba de pasar delante de nuestra imaginación, se pierde en la espesura de una foresta lejana, con esta misma imaginación veremos surgir de los Humos de la tierra-madre, de la tierra, de nuestra tierra, saturada de cenizas humanas, una infinita muchedumbre de lucecitas y luciérnagas, que son los seres innombrados que nadie recuerda ya, y que todos juntos forman el sustrato insobornable de la patria gallega. Esas almas sin nombre son las que crearon el idioma en que yo les estoy hablando, nuestra cultura, nuestras artes, nuestros usos y costumbres, y en fin, el hecho diferencial de Galicia. Ellas son la que, en largas centurias de trabajo, humanizaron nuestro territorio patrio, infundiéndole a todas las cosas que en el paisaje se muestran su propio espíritu, con el que puede dialogar el corazón nuestro, antiguo y panteísta. Ellas son las que guardan y custodian, en el seno de la tierra-madre, los legados múltiples de nuestra tradición, los gérmenes incorruptibles, de nuestra futura historia, las fuentes divisables y purísimas de nuestro genio racial.

Esa muchedumbre de lucecitas representa al pueblo, que nunca nos traicionó, la energía colectiva, que nunca perece, y en fin, la esperanza celta, que nunca se cansa. Esa infinita muchedumbre de lucecitas y luciérnagas representa lo que nosotros fuimos, lo que nosotros somos y lo que nosotros seremos siempre, siempre, siempre.

He ahí lo que yo quería decir en este Día de Galicia, en alabanza de nuestra Tradición, por encima de nuestra Historia, a todos los gallegos que residen en esta tierra que para nosotros es la segunda patria. Y nada más, amigos y hermanos.

Que la hoguera del espíritu siga calentando vuestras vidas y que la hoguera del fuego nunca deje de calentar vuestros hogares.

Para ver un fragmento de Las Noches de Fígaro pinchar. (La criada escribe y se ríe de las imágenes literarias de la señora, pero disimula y copia lo que dice.)

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Biografía de Castelao

Castelao según Antón Castro

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One response to “Fragmento del Discurso en el Día de Galicia en Buenos Aires. Castelao

  1. Todos deberiamos leer «Os vellos nunca deben namorarse».
    Una obra maestra que sin estar traducida se entiende perfectamente.
    Hay que tener cuidado con el último amor de tu vida, no vaya a ser la señora muerte que viene para llevarte.
    Para cuando un post???

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