LA ARAUCARIA FLOTA. LA POTENCIA DE LA POSIBILIDAD. Ana Romaní
Alrededor de Destiempo de Silvia Bardelás
Texto de presentación en la Feira do libro da Coruña 2021 (Traducción de Moisés Barcia)
Quiero agradecer a Silvia Bardelás la invitación a participar en la presentación de esta su tercera novela que llega a tiempo de reconciliarnos con la expectativa, con la posibilidad. Nada está clausurado, y estas protagonistas de Destiempo tienen la capacidad de devolvernos, en su entusiasmo, la energía y la calma de la acción que la experiencia nutre.
Esta es una novela para quedarse, para quedarse en ella, para habitarla, como esa casa de ventanas abiertas al verano que ya creemos ocupar. Una novela para ir y volver y permanecer, para andar los caminos que anda la razón, la espera, la pasión, el dolor del pasado, el fluir de la vida, de la vida y de los vínculos que la moldean.
Y sí, sí. Realmente es posible que una araucaria flote. De ser así, lo que anuncia no es la pérdida, sino la posibilidad de cambio, acaso también de liberación. Que una araucaria flote, que se desprenda de la tierra en la que extiende sus raíces, implica que la vida puede ser otra, que una posibilidad emerge en la epidermis de la existencia. Y emerge en el nosotros, en el yo en relación con los otros, en la comunidad. La expectativa, la posibilidad, nos aliviaría de ese sujeto individual, mayúsculo y preeminente que nos atenaza y con el que vagamos como si fuésemos empresas del yo. Destiempo avisa: “cuanto más cavilas en el yo menos yo tienes”.
Esta novela de Silvia Bardelás se despliega en el ser en común, en ese nosotros que escoge la voz narradora para hacernos vivir a nosotros esta historia, para contarnos en esta historia. Tal vez Silvia explique cómo Benjamin se asienta en esa voz que narra. Y cómo Jean Luc Nancy, el filósofo que piensa la comunidad, nutre ese ser con los otros, con las otras, que es sustento mismo de Destiempo. Una novela del ser en común que indaga en los silencios, en el cambio, en el ansia de verdad o en su descrédito, en la oscuridad de los corazones prendidos del pasado, anclados en las aristas familiares. Hasta que la araucaria flota.
Pero para eso es necesario un “Ya fue”.
El tiempo se calma en el río. Lois y Eva habitan esa paradoja. Son jóvenes y están perdidos. Son la pulsión que pugna con una memoria herida. Tan unidos los dos por la ausencia de madre, tan distantes en la vivencia de esa ausencia. Las madres ausentes, las abuelas, la culpa, el engaño trazan algunos de esos ángulos en los que la identidad, el ser a la busca, va conformando su propio laberinto. Porque en Destiempo la identidad traza acechos abisales que inmovilizan. Y la experiencia traza acciones y revoluciones que movilizan.
Todo empieza en el interior de una iglesia, en una misa que no es misa, con un párroco sin formas de cura y con una golondrina suspendida en un rayo de luz. Si fuese una película, el sorprendente inicio de Destiempo ocuparía la pantalla con un primer plano de Mati pegada a su plegaria. Mati, la revolucionaria, la que no está dispuesta a colmar el sacrificio, la que se revuelve contra la verdad “¿Qué más da la verdad?” dice “Vale más un buen abrazo que la existencia de la verdad” dice mientras se limpia una miga inexistente en la falda. Pero habrá una verdad como un relámpago, allí, al pie de la araucaria. “La verdad sale cuando menos te lo esperas”. Y hace frente a la iglesia católica y a sus 500 años de sacrificios. Mati, la que se obstina en cambiar el mundo para dar vida a su nieto, y se planta en medio de ese descubrimiento, el sacrificio, mientras construye los discursos de la revolución: abrir los corazones, ir a la luz… y limpia una miga imaginaria, una y otra vez, en la mesa o en su corazón.
Esta es una novela con unas protagonistas insólitas, mujeres viejas, revoltadas (por usar el léxico de Xela Arias), movilizadas en su revolución. Mujeres sabias, con la sabiduría de la experiencia, vidas dedicadas a sus maridos, entregadas a los trabajos, al cuidado, al sacrificio, pero extendiendo y tensando inconformes esos límites. Nos rozan en la lectura como si ya las conociésemos. Son Mati, Sara, Luísa, Carme… son distintas, cada una su historia, y son en común. La pluralidad de una comunidad que es en la relación. En el tacto y en el contacto. Y están dispuestas a cambiar el mundo, dispuestas a participar del mundo (“No hay vida si no participas en la construcción del mundo”), dispuestas a alejar las pasiones tristes que colmaron sus horas. Leen a Spinoza en grupo, en las mañanas de las ruinas, y saben que quieren ir a la luz, “a lo que una necesita para estar bien”. Y ahora sí, liberadas de la verdad, “toda su vida esclavas de una verdad, ¿para qué?”.
Entre ellas, las hijas ausentes esculpen su rebeldía en la huida, en la emigración. Con ellas, los nietos y las nietas escrutan en el río su propia inmovilidad. El pasado los arrasa, la verdad es un ansia que paraliza, que sólo Mozart encanta. La diferencia alimenta los recorridos de este nosotros de singularidades que emergen en el contacto. La diferencia alimenta el cambio, la convicción de que nada debe ser sacrificado.
Un perro dormita al calor del estío, en medio de la carretera. Un balón cruza el pie de la infancia, antes de la oscuridad, en medio de la carretera. Se oye el chocar del habla en las bocas de ellas sentadas a la puerta de la casa. El tiempo está detenido en medio de la carretera. Esa, por la que luego se marcharán las hijas, las madres, a Boston o a Australia, para ser fuera del rizo en el que se prende su historia. Y el lugar de origen ahí, detenido en el volar de la cortina del salón de esa casa que mira la araucaria. “¿Qué es ser gallego? ¿De dónde eres? De un lugar del norte de España.” La novela escucha esas identidades cruzadas por la emigración, las formas de vida que borran en la aldea global las formas de esta aldea, el lugar al que regresar o del que huir. Podríamos buscar aquí los rastros de ese rural abandonado. Ahí, en medio de la carretera. Y así, “¿quién va a convocar a los muertos?”.
Si escuchamos percibiremos el ritmo lento del corazón de los grillos latiendo en la respiración de la novela. En el espacio central una casa. Y en la casa el sillón. Acoge el abatimiento. Ahí, en él, se abandonan a su peso los cuerpos exhaustos de sombra, como el del padre Anxo, los cuerpos desafiantes a la exigencia como el de Estela, los perdidos en su transparencia como el de África. El sillón, la ventana, el viento moviendo las ramas de la araucaria, ahora firme en la tierra, con esas hojas duras, rectas, afiladas, perfecta para que todo sea perfecto. Porque el mundo es perfecto tal y como es, piensa Mati.
Pero para eso es necesario un “Ya fue”.
“Si no sabes contar nada es que no sabes nada.” En Destiempo el corrimiento de tierras es interior, pero toma forma con la palabra. Todas experimentamos el cambio, todos cambian. Destilan un jugo nuevo, otra percepción, en el hablar.
Es la palabra la que materializa los deseos, los abismos, los miedos, la rabia. “Cuenta, no hagas ahora psicoanálisis, cuenta las cosas que te hayan pasado”, demanda Eva a Lois. Él no habla, “no es capaz de hablar ni consigo mismo”.
Hablar reconfigura las relaciones, quiebra el rizo, ese obstinarse y obstinarse alrededor del mismo centro oscuro: “Y así estábamos los tres cada uno en su rizo, pero hablamos y tuvimos una navidad juntos”.
Pero para eso es necesario un “Ya fue”.
Una culminación, un acontecimiento, un movimiento de la casualidad. El Ya fue, “un deseo muy interno de que algo fuera de nuestro control suceda”, “una acción que ya no tiene remedio”, “una experiencia única”. El Ya fue precipita la crisis e imprime el giro, asistimos a la grieta que se abre. Y en ella la posibilidad emerge.
Una posibilidad que llena los pulmones. Porque esa es una de las puertas que abre esta novela de Silvia Bardelás, la potencia de la posibilidad, esa grieta que de pronto ilumina un lugar inédito de la consciencia y nada vuelve a ser igual.
Sabemos que la araucaria flota, desprendida, liberada, suelta. Y el aire del movimiento de sus ramas en el viento llena ahora nuestros pulmones. En el tiempo exacto del destiempo, de Destiempo. Ahí, en la maravilla, en la intensidad del tiempo suspendido que nos ilumina.
Pero para eso es necesario un “Ya fue”. Una novela.
(Ana Romaní es poeta, Premio de la crítica 2020 por su libro A desvértebra y miembro de la Real Academia Galega)