La elección de Peter Handke y Olga Tokarczug y el Papa Francisco
La elección del premio Nobel de este año, que todo el mundo calificaba de imprevisible, no ha podido ser más revolucionaria. Me recordó a la elección del Papa Francisco. La iglesia, que predica el amor a los pobres, elige al sacerdote que ama a los pobres y, la academia sueca, que predica premiar la mejor literatura, elige a dos autores estrictamente literarios.
¿Qué significa estrictamente literarios? Que cuando escriben, lo hacen siguiendo un impulso de búsqueda de las lógicas de la condición humana, un lugar desde el que todos podemos pensar quiénes somos, en qué nos equivocamos, cuáles son nuestros deseos, qué podemos hacer, en definitiva escriben despertando conciencias.
Pero ahora estos libros ya no se leen. En realidad ahora estos libros ya ni se ven. Ahora los libros han dejado de ser la gran crítica social y han pasado a corroborar la opinión pública general. Sí y ahora pondría aquí ese emoticón de la cara de calavera que se rasga las mejillas, es el fin de la literatura. Tiene tanta atracción que un libro nos refuerce en nuestras opiniones y mantenga la opinión establecida, que aquellos reales, los literarios, los críticos, los que buscan las lógicas de la condición humana por encima de cualquier forma de organización social del momento, llegan a esconderse. Sí, lo importante es el pensamiento políticamente correcto y esto nunca había pasado antes. El arte era el arte y la sociedad se dejaba criticar por él.
¿Y qué herramientas tenía un español o una española del siglo XVII para leer don Quijote? Y nadie dijo en su momento que era un libro “difícil”. Todo el mundo asumía que leer era ir más allá, entrar en un mundo desconocido que había que decodificar con esfuerzo. Y el que no quiera leer, que no lea. Pero hoy en día, sí se habla de libros complicados, difíciles. Son aquellos que no me ratifican en lo que pienso, que me obligan a colocarme en otro lado y dejar mi ideología aparcada. Esto es tan difícil de asumir, quizás por asumir la ideología y el posicionamiento social de manera visceral, que leer un libro así se convierte en un acto hasta antidemocrático. ¿Cómo se atreve un autor a no escribir para todos, a adaptarse a al nivel de lectura de la mayoría? Contestaba yo una vez a alguien que menos mal que Dostoyevski no me tuvo en cuenta como lectora de trece años. Y no fue traumático buscar palabras o releer páginas, al revés, era apasionante entrar en algo que me superaba.
El lector era un ser que buscaba, que quería salir de sí mismo, encontrar otros mundos que no fueran el suyo, quería descubrir algo nuevo. Eso encajaba perfectamente con el autor que escribiendo funcionaba de la misma manera. Ahora el acoplamiento es diferente. El lector quiere leer lo que ya sabe, quiere subrayar las frases que él ya ha pensado, quiere sentir las vísceras ardiendo cuando puede corroborar su ideología. Y el escritor piensa en esa necesidad de dar gusto al lector, de corroborar lo que piensa una mayoría, de apoyar las buenas causas, de manera que la crítica no va buscando los recovecos que no vemos en nuestra forma habitual de relacionarnos, sino que simplemente critica lo obvio, lo que ya sabemos.
Por eso, la imagen de pilas y pilas de libros de Peter Handke sobre los estantes de un gran almacén me parece delirante y redentora. La gente alrededor de esos libros sin poder leerlos, pero ellos ahí, redimiéndonos del diabólico circuito literario que vivimos.
Y dice Peter Handke en “La tarde de un escritor”: “En efecto, al dejar correr la fantasía, las cosas y las personas presentes aparecían, sin necesidad de contarlas, como unidas en su pluralidad igual que las hojas de aquel árbol en verano”. Pluralidad…