LA FELICIDAD COMO ILUSIÓN O EL ARTE A SU BOLA

Lo que me hizo pensar en la necesidad y posibilidad de un cambio de paradigma fue la visión desde el coche de un padre corriendo bajo la lluvia con un niño muy pequeño hacia la cabalgata de los Reyes Magos. Estaba poniendo al niño en peligro de enfermedad, llevaba una escalera que lo incomodaba y transmitía una horrible angustia por no llegar a tiempo. Entonces me di cuenta de que había identificado ese evento con la felicidad y no quería privar a su niño de ella. Había identificado la felicidad con la ilusión y en realidad ése es uno de los valores fundamentales que conforman nuestro paradigma actual, nuestro paradigma dominante desde el que interpretamos la realidad y nos organizamos. Compartimos de manera inconsciente esa idea de que la felicidad es ilusión y la alejamos totalmente de nuestra vida cotidiana. Tenemos miles de momentos de felicidad en nuestra vida cotidiana, pero no tenemos lenguaje para reconocerlos.

Pensé en cómo hemos llegado a identificar la felicidad con la ilusión, por lo tanto a negarla, y en seguida apareció el cine como un espacio de referencia de la ilusión y decidí pensar en el arte de contar historias en estos momentos. No entremos en qué es verdadero arte y qué no, pensemos en el arte reconocido y consumido, específicamente entremos en el cine y la literatura consumidos. Hollywood ha creado el paradigma de la felicidad como ilusión y las obras más sesudas del cine y la literatura el paradigma de la imposibilidad de la felicidad. El arte ha dejado de surgir, como decía Schiller, de sociedades concretas, ahora surge de sí mismo, evoluciona formalmente, al margen de lo real, y en esa evolución autónoma, crea paradigmas que ordenan nuestras vidas y nos obligan a una recepción de la realidad automatizada, algo así como a creencias incuestionables e inconscientes. ¿Quién duda de que la felicidad es ilusión o de que directamente no existe? ¿De dónde sale esa idea? De alguna manera fabricamos nuestra vida en base a ideas meramente formales.

En la antigüedad suponemos que disfrutaban de la realidad o no se planteaban otra cosa que no fuera lo real. Sólo hay que leer las novelas de Longo para darse cuenta de que era el mundo sensorial el que cubría la necesidad de felicidad, o ver el mundo de Genji en Japón para saber que se buscaba cada minuto de goce con lo que se encontraba alrededor. Eso quedaba reflejado en el arte del momento. Con la modernidad, lo dice Schiller muy bien, se pierde lo natural, incluso el poeta observa lo natural desde lejos y con anhelo. Comienza la distancia con lo que nos produce felicidad. Las novelas románticas, los poemas románticos, no hacen más que resaltar esa imposibilidad de alcanzar lo natural, lo que nos da la felicidad, lo que nos hace plenos. El arte romántico cuenta lo que pasa en ese momento, es testigo, aunque ya empieza a exagerar. Y si seguimos en este orden cronológico del arte de contar, los modernistas comienzan a criticar una sociedad que no permite formas de relación que lleven a la plenitud, una sociedad que más bien obliga al solipsismo, a la rendición ante la felicidad, sigue siendo un espejo.

Pero llegan las dos guerras infernales que marcan la autonomía del arte con respecto a lo real. Lo normal es no buscar la belleza en lo real cuando su capacidad de fealdad puede llegar a extremos impensables hasta ese momento. Lo normal es inventarse otro mundo, jugar a hacer arte y no tocar o no remover. Al mismo tiempo, el entretenimiento, ya denunciado antes de la Segunda Guerra Mundial toma el arte y lo define como un estado de huída de la realidad. Cuanto más me entretenga y me aleje de mi vida cotidiana, más lo identifico con arte y con placer. El desarrollo de este fenómeno llega a crear mundos al margen de lo real que se convierten en paradigma. Por ejemplo, la ilusión, el alejamiento absoluto de lo real, se identifica con la felicidad. Incluso el goce físico deja de generar felicidad y se convierte en una manera melancólica de tapar eso horrible que es lo real. La literatura y el cine sesudos son especialistas en contar que la felicidad no existe, todos sumergidos en un paradigma irreal.

La ilusión es la felicidad, la ilusión de encontrar una pareja, de los Reyes Magos, de tener un hijo, de encontrar un buen trabajo, de ser más guapo, en el fondo, de ser otro. La ilusión es la negación de nosotros mismos y nuestra circunstancia. La ilusión es necesaria para generar movimiento, un movimiento caótico basado en un impulso ciego, no propio, inducido y ansioso por la falta de contacto con nuestra forma de ser física. Ese movimiento en pos de una felicidad que nunca llegará es lo que permite una forma de organizarnos basada en el egoísmo, o podemos decirlo al revés, la ilusión, como una forma de ver la felicidad fuera de nuestro entorno genera movimientos egoístas porque es personal e intransferible, no compartida, ni siquiera compartida con el objeto ilusionante. La ridiculez de poner a un bebé en peligro de enfermedad por la ilusión de los reyes está acentuada por el hecho de transmitir a ese ser nuevo el concepto de ilusión, la ansiedad de la ilusión, el principio de vida de que la felicidad está en otra parte. Colocar la felicidad en la ilusión es un error. No ser capaces de reconocer la felicidad en nuestra vida cotidiana es un error con mayúsculas que no responde más que a un paradigma creado desde la formalidad de un arte ajeno que se ha desprendido de lo real y evoluciona sólo formalmente. De ahí, que los nuevos paradigmas no tengan que ver con lo real, son artilugios. Esos artilugios, ese dibujarnos de manera constante la ilusión como felicidad desde el entretenimiento o la imposibilidad de felicidad desde el arte sesudo puede desvanecerse en un simple momento de entendimiento. Es la muerte fulminante de los conceptos construidos artificialmente, pero que sin embargo pueden dirigir nuestra manera de sentir y desear y llevarnos a una organización muy alejada de lo que somos o necesitamos. No nos saquemos paradigmas de la manga, volvamos a mirarnos y entendernos.

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