LOS BLANCOS

images-12Blanco puede significar hablar otro idioma. Entonces ella no es blanca para Mario. Ella lo ha visto, que hablar otro idioma es mucha distancia, aunque lo entiendas, pero nunca acabas de enfocar la mirada de los que hablan otro idioma, o la pierdes, o los instintos aparecen demasiado claramente sin dar lugar a una conversación de verdad. Puede que ella no fuera blanca aunque ocupara una de sus habitaciones. Pero sintió vergüenza cuando Mario nombró a los blancos. Dijo que no eran felices, que no sonreían por la mañana, que se pasaban la vida encerrados. Él estaba de pie, en la puerta de las cocinas, ella saliendo del comedor, esperaba a que dejara de llover para cruzar el patio y volver a su habitación. Tenía razón cuando hablaba de los blancos, ella venía sintiendo desde hacía tiempo un rechazo a tanta debilidad.

Mario, un hombre pequeño y de hombros anchos, con ojos brillantes que no sonríen, que brillan por esa concentración en una inmensa distancia que además es capaz de hacer que sus movimientos sean más lentos que los movimientos de los otros, que su boca diga mentiras que no llevan a ninguna parte a una velocidad vertiginosa, y que los nombres no tengan ningún significado. No recuerda ningún nombre, no lo pregunta, qué más da, lo importante es de dónde eres, ése es el único punto de referencia, qué dice un nombre, en cambio un país lo dice todo. La distancia es lo que cuenta. Al fin y al cabo qué es un venezolano en Venezuela, pero una venezolana en Nueva York, una venezolana en la noche, en la oscuridad de un Night Club, bailando casi sin ver, metida en la distancia del alcohol, así aguantan toda la noche bailando, te dejas llevar por esa distancia. Ése es el tema, ahora está en lucha con ella. Uno tira para acá la otra para allá y estos gringos que no hablan tu idioma a la jodienda con las leyes. Puede hacerla creer que se queda, después un día desaparece y quién le va a ir a buscar a Bolivia, qué autoridad se gasta la plata en ir a buscar a un Mario de Bolivia. Ninguna, mija, si no valgo nada, sólo valgo para la ley. Eso sí, la ley me necesita para que pueda seguir existiendo. Aquí dentro uno no puede hacer lo que quiera, aquí dentro todo está regulado. Y esa venezolana que baila por las noches no puede hacer nada para que te quedes. No, ni tres niñitas bien lindas que tengo con ella. Uno se cansa de la distancia.

Está sentado ahora Mario en un banco pequeño de piedra, aunque es un hombre pequeño casi no cabe, porque tiene una hermosa tripa que le hace parecer más viejo de lo que es, o miente en la edad, dice treinta y ocho. Mira, el dinero no da la felicidad, eso aprendí aquí. Mario está encerrado en un patio de cesped cuidado y árboles sanos y fuertes. El edificio hace un cuadrado lleno de cuadrados que son habitaciones. Son muchas habitaciones, Mario está sentado en el pequeño banco y mira todas las habitaciones. Y dice, los blancos no son felices, mija, los blancos viven encerrados, y tienen toda la plata del mundo, hace falta mucha plata para venir aquí. Pero ellos no sonríen por la mañana, ni por las mentiras que yo les cuento. Se la pasan cerrados y después nos invitan a esas fiestas de fin de semana con las drogas, tienen un problema de drogas, mija. No están bien los blancos. La blanca mira al frente y se fija en su habitación. La ventana da al jardín, es un bajo. Ella sólo está de paso, ella observa la habitación de esos blancos que las ocupan durante todo el invierno. Mira a Mario y ve sus ojos brillantes a mucha más distancia de la habitación, para él los blancos están más allá. ¿Quienes son los blancos? Los blancos están siempre en sus habitaciones, están encerrados. Yo estoy a la intemperie. Aquí no se puede estar a la intemperie, Mario. ¡Qué sabrás tú! Eso es lo que le da miedo a la blanca, saber la verdad de lo que piensan los que hablan de plata. Hay que saber cuándo se baila.
La blanca sale un día vigilante en su pantalón corto, como si el hecho de poner una pierna al sol, tuviera otro significado, una pierna tan blanca en aquella claridad, parecía que siempre había estado tapada. Se alegra de que no haya nadie en el patio, extiende una toalla blanca en el césped, todavía un poco húmedo. Se da cuenta de que va vestida de blanco también. Encuentra el color demasiado llamativo con aquella claridad, el viento y el verde del cesped. Al poco tiempo empieza a sentirse incómoda por el sudor y una incapacidad de concentrarse en un poema corto y una ansiedad extraña que se parece al ahogo. Se da la vuelta de golpe para respirar. Las hormigas suben por la toalla blanca. Entonces se levanta para quitarse todo de encima, el calor, el ahogo y la prisa de las hormigas. Y ve al otro lado a Mario y otros con gorro de cocina descansando en el banco de piedra y las escaleras. Fuman en silencio. La miran. No dicen nada, no se mueven. Ella sigue como si no se hubiera dado cuenta, mira el reloj para aparentar prisa. Dobla la toalla con una hormiga dentro. Se da la vuelta, se va a su habitación. Mira a través de la mosquitera. Mario se va delante, el primero, el más pequeño y con unos hombros inmensos. Detrás los otros le siguen encorvados, la cabeza se les cae hacia delante y no tienen hombros. Mario es el hombre más triste que ha conocido. No se trata del alma, ni de malos tratos, ni de que nadie le entienda, ni de no saber qué hacer y estar perdido, ni de beber demasiado, ni de no querer a nadie, ni de dudar de sí mismo, ni de inseguridad. Ella no sabe qué es esa tristeza. Lo piensa detrás de la mosquitera. Está a punto de llover, se oye algún trueno, trata de recordar. Mija, así que viene de la madre patria, la madre patria, quién pudiera ir. ¿Se queda por mucho tiempo en América? Yo llevo aquí dieciséis años, demasiados, mija. Me voy, ya. Los papás se hacen mayores y si se mueren qué. Tengo que ir para allá. Ella se fija en las nubes, son muy gruesas, pero más claras que en la madre patria. Aunque parezca que no se mueven, en poco tiempo caerá la tormenta. Todas las tardes hay tormenta. Además la tela metálica que cubre la ventana ensombrece el patio, pone más distancia de la real entre una parte del edificio y otra. Mario vuelve a sentarse al otro lado, en el banco pequeño de piedra. Ella se acuerda de que le ha prometido monedas de España para que gane una apuesta. Se ha olvidado de llevarlas al comedor, hacía días que no lo veía, pensó que estaría encerrado en la cocina y no se acercó a preguntar, en realidad, no tenía que acercarse a preguntar. Es el hombre más triste que ha conocido, tiene los brazos tan cortos apoyados en el banco de piedra y la cabeza se le pierde entre los hombros. Si se acercara, vería la inscripción en el banco de piedra, un nombre ilustre y una fecha de mil ochocientos. Está sentado en esa piedra y mueve las piernas tan pequeñas de fuera a dentro, de dentro a fuera. ¿Qué está esperando? Se ha puesto la gorra del uniforme, sólo ve una gorra metida en unos hombros. Abre el cajón y busca las monedas, escoge una de cada tipo y busca una bolsa transparente por toda la habitación, en el cuarto de baño. Encuentra una en el fondo de la maleta, ha pasado demasiado tiempo, a lo mejor ya no está, vuelve a mirar por la ventana, continúa allí sentado, ahora con un trapo colgando del hombro. Sale corriendo con la intención de no pararse en ninguna conversación, sólo dar las monedas como ha prometido, y sólo, porque lo ha prometido. Y ahora, al otro lado, Mario la está mirando, ella cree que la está mirando, ella no sabe qué piensa, no sabe si es una blanca, si la está mirando como a una blanca, no sabe qué quiso decir cuando hablaba de los blancos, no sabe si era odio, no sabe si los blancos son tan tontos, sospecha que sí. No sabe por qué le ha hablado de los blancos. Puede que la esté mirando con esa tristeza. Estaba en esa misma puerta, mira, el dinero no da la felicidad, eso aprendí aquí. Eso es lo que le da miedo a la blanca, saber la verdad de lo que piensan los que hablan de plata.

No se movió, ella se acercó y le dio las monedas. Él puso cara de no entender, y ella se puso roja y le recordó la apuesta. Él se disculpó diciendo que las coleccionaba. Ya no era una apuesta. Además le preguntó cuántos dólares costaban e hizo un gesto de levantarse a por ellos. Ella le dijo que nada, que no era nada. Seguía roja, se dio la vuelta buscando alguna salida, pero no había nadie y volvió a su habitación y sintió su mirada como si formara parte de las nubes que no se movían y que nunca iban a estallar. Cuando entró y miró a través de la mosquitera todavía sintiéndose roja, con las manos sudadas por aquel espantoso calor pegajoso en la bolsa de plástico, Mario subía las escaleras hacia la cocina, le pareció que más lento que nunca. Seguía viendo cómo había cogido la bolsa sin mirarla, con los ojos clavados en las habitaciones y a ella le pareció que aquello le había ocurrido muchas veces. Había una veta de odio sostenido en los ojos negros de Mario. El brillo se había vuelto frío en cuanto tuvo la bolsa en sus manos. Y ella, en lugar de sentirse herida, sintió que había herido, a lo mejor con la prisa en entregar lo que había prometido con una clara intención de no establecer una amistad. También podía equivocarse al pensar en Mario como el hombre más triste que había conocido y en realidad lo que quería era llevarla a bailar salsa a un Night Club. Debía de ser eso, que no sabía imponer una distancia invisible. Su distancia se notaba en la rojez de la piel y el calor y la prisa al acercarse. Estaba roja, él había notado que estaba roja. Los blancos se ponen rojos. A los blancos se les nota la distancia.

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3 responses to “LOS BLANCOS

  1. «Blanco puede significar hablar otro idioma…… A los blancos se les nota la distancia»
    Me encanta este relato.
    Vivímos en un mundo de distancias insalvables. Estamos rodeados de abismos que nos separan de los que nos rodean y por eso no nos tocamos aunque estemos cerca.
    El contacto es un accidente que averguenza y por el que se acaba pidiendo perdón.
    Gracias por contarlo.

  2. Estoy de acuerdo, pero el contacto, el roce y la intereacción es lo único que la gente anhela.
    Es como si la necesidad de los otros siguiera latente en todos. Por muy aislado que se viva, por muchos abismos que construyamos para protegernos, seguimos necesitando a los otros.
    Es la única manera que tenemos de reconocernos. Sólo ese roce nos hace sentirnos vivos y de alguna manera vinculados al mundo, a los otros, a nosotros.
    Si hay algo aburrido (cansancio, fastidio, tedio, originados generalmente por disgustos o molestias, o por no contar con algo que distraiga y divierta) son los discursos yo. Eso es lo que realmente nos separa a todos, el yo que nos atrinchera.
    A mí también me encanta este relato, entre otras cosas porque te demuestra que existen los otros y tú (nosotros) con ellos.

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