“El otro nombre” de Jon Fosse. Trascender o no trascender.

Hace pocos años tuve la osadía de escribir una teoría de la novela como tesis doctoral. Tenía que ver si todavía tenía sentido hablar de novela, a qué hemos estado llamando novela a través de los siglos y en definitiva qué tipo de experiencia estética nos aporta la novela a diferencia de otras formas de hacer literatura. Para eso trabajaba con todas las teorías de la novela anteriores, con teorías sobre la experiencia estética y con mi intuición.

El gran problema era adaptar lo que leía a la nueva forma de nombrar. Por un lado, Hegel, Schelling, Schiller, Goethe, Kant, todos hablando de espíritu, individualidad, Dios, trascendencia. Y por otro, nuestro mundo actual donde no se puede hablar de individualidad, ni de espíritu ni de dios, ni de trascendencia, donde incluso hay que hablar en plural para todo lógicas, no lógica, teorías, no teoría.

En medio había habido una lucha: Nietzsche, Marx, Lukács… intentaron emancipar al hombre de su propia creación de Dios y lo trascendente, un invento que terminaba por convertirlo en un esclavo.

Así que traduje algunos términos para poder seguir la conversación que tenían antes del siglo XX en esta nueva época: no hablé de individualidad, sino de singularidad. Y no hablé de espíritu y Dios, sino de experiencia de comunidad, de búsqueda de las lógicas de la condición humana. Y era lo mismo: ¿Cuál es el resultado de buscar, de tener una experiencia de comunidad? Lo que antes llamaban trascendencia, sí, superar los límites de una vida cotidiana que nos aprisiona. La vida cotidiana, el ámbito en el que se mueve la novela, no depende solo de nosotros, es en sí misma una limitación impuesta por el estilo de vida marcado por una época. Cada época con su limitación concreta.

No hace falta hablar de trascendencia, qué horror, qué mal suena, digamos búsqueda, digamos tener una experiencia de comunidad, digamos que existe una comunión de seres singulares a los que su vida cotidiana no les resulta suficiente, incluso a algunos les resulta asfixiante y que buscan algo más. Pero no podemos negar la necesidad de traspasar los límites. Y cuando escuchas una obra musical estás fuera de esa vida cotidiana y cuando pintas un cuadro, también, y cuando ves un cuadro y cuando vas a una obra de teatro y cuando observas el horizonte y cuando te quedas en silencio. Eso es trascender los límites de nuestra vida cotidiana y, aunque están creadas todas esas experiencias desde nuestro cerebro, nos llevan más allá de lo esperado, a un mundo desconocido de libertad, de juego.

Pero cuando alguien decide que el arte no es eso, que es un acto político con conciencia de ser político, un acto social con conciencia de ser social, alejado de esa libertad y juego, entonces, sí que no se trasciende los límites. Y cuando la literatura se convierte también en un acto social o en un acto político que ratifica las ideas que intentan conformar nuestra vida cotidiana, entonces, claro que no hay vuelo, no hay trascender el límite.

Y en medio de este panorama aparece Jon Fosse, un escritor al que no afecta este viaje de nombres y negaciones. Nace en medio de la naturaleza, en una granja con un fiordo delante y siente desde pequeño esa necesidad de música y escritura que lo sacan de las limitaciones de su vida cotidiana. Y así empieza a escribir algo de filosofía, poesía, teatro, novela. Y en ese curso, en ese ir y venir de la vida limitada a la experiencia estética-extática, pasa por el alcoholismo, al fin y al cabo los vicios son potenciadores de la gran escapada. Es normal que un artista beba y fume, todo lo que potencie traspasar los límites es adecuado a su naturaleza. Y del alcoholismo pasa a convertirse al catolicismo y a ir a misa y a rezar el rosario y a escribir de otra forma, y ese saltar los límites empieza a estar asumido como una necesidad. Y los lectores que no lo conocen podrían aceptar que fuera alcohólico, pero ¿católico? Sí, también estamos educados ante lo que podemos aceptar y no podemos aceptar. Y también Fosse se salta ese detalle.

En “Trilogía”, con la historia de dos casi adolescentes que buscan un lugar en la ciudad para dar a luz y que son rechazados por toda la sociedad, la trascendencia ocurría cuando el lector se daba cuenta de la limitación social, de la pérdida de lo más natural: el amor, la libertad. Ahí habla Fosse del gran vuelo, que ocurre al tocar el violín y en esos momentos estéticos y éticos en los que todas esas leyes sociales para mantener un chiringuito cutre desaparecen. “El gran vuelo” lo reconocemos todos en “Trilogía” como algo común, quizás lo más humano suponiendo un abandono de lo humano a la vez.

En “El otro nombre”, Fosse no quiere inventar una historia simbólica, mítica en cierta medida. No quiere ni siquiera una historia. Aquí entra en las cocinas del “gran vuelo” (la trascendencia) y quiere ver cómo somos capaces de crear algo así y por qué lo necesitamos. Entonces nos mete en la vida cotidiana de un hombre que es artista, que vive del arte, que solo hace arte como si estuviera inhabilitado para la vida normal. Y este hombre, que solo sobrevive después de la muerte de su mujer y que ha sido alcohólico, todavía no está en el gran vuelo, está en el deseo del gran vuelo: intenta pintar aunque nunca le satisface y reza, reza para superar el miedo a la limitación. Quizás antes de leer este libro no relacionábamos el miedo y la angustia con la limitación, pero aquí se ve claro. Solo el recuerdo del primer amor o de la muerte del abuelo, el recuerdo de las experiencias infantiles y juveniles donde todavía no había limitación, nos traen la vivencia de la libertad y el juego.

“El otro nombre”, un libro escrito como literatura radical, sin ninguna concesión al pensamiento coyuntural, pensando desde el deber de vivir del ser humano que no tiene certezas, te mete en la búsqueda, en la experiencia de comunidad y a la vez en nuestra más profunda intimidad.

Leer a Fosse es una elección.

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