EL PAPEL ACTUAL DEL AUTOR

¿Cómo nace ese mito contemporáneo del escritor como ego inmenso que vive en una soledad infinita? Nada más alejado del acto comunicativo de la Literatura. Sentarse a escribir es dirigirse directamente a un lector. Recuerdo el diario secretísimo de una prima pequeña que al abrirlo ponía: “Querido lector:”. La única soledad imaginable del escritor es la de no tener un espacio para compartir lo que escribe, o sea, no publicar.

Nada me ha sorprendido más que las introducciones, o prólogos, o simplemente comienzos de las primeras novelas de la Historia. El autor aparece contando por qué escribe y cuáles son sus intenciones, incluso aceptando algún cambio que le proponen lectores o dirigiendo sutilmente la lectura hacia lo que él considera importante.

Voy a poner algunos ejemplos para que entendamos qué era un autor al principio de los tiempos.

En Dafnis y Cloe, Grecia, siglo III a.c, Longo cuenta cómo decide escribir sobre el amor después de ver un cuadro. Y esta es su voz: “… compuse estos cuatro libros que dedico al Amor, a las Ninfas y a Pan, deseando que mi trabajo les sea grato a los hombres, pues así sanará el enfermo, se consolará el triste, recordará el amor el que ya amó y enseñará lo que es amor al que nunca ha amado…”.

Chrétien, Francia, siglo XII, en El caballero de la carreta quiere especificar en qué consistió su trabajo refiriéndose a sí mismo así: “ … Empieza Chrétien su libro sobre El caballero de la carreta. Temática y sentido se los brinda y ofrece la condesa; y él cuida de exponerlos, que no pone otra cosa más que su trabajo y atención.” Y empieza a contar sin más, identificándose con el narrador.

En el año 1000, una mujer japonesa, Murasaki Shikubu, escribe La historia de Genji identificándose como narradora. Y dice, por ejemplo, en un momento: ” Hasta aquí había soslayado los padecimientos y tribulaciones de Genji por respeto a los resueltos esfuerzos para ocultarlos, y he escrito ahora sobre ellos sólo porque ciertos señores y ciertas damas han criticado mi historia diciendo que parecía ficción, deseosos de saber por qué incluso quienes mejor conocían a genji habían de considerarle perfecto, únicamente porque era el hijo de un emperador. Sin duda ahora debo rogar la indulgencia de todos por mi descaro al pintar un retrato tan escandaloso de él”.

Y el prólogo de Cervantes en El Quijote, largo, irónico, cercano: “Desocupado lector:… Todo lo cual te exenta y hace libre de todo respeto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella… Pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no me olvide. VALE”. Recuerda este tono a las cartas de Mozart, en general a su actitud, concentrado en el arte y no en el efecto que tienen que causar sus palabras para encumbrar su obra.

En todas estas novelas el autor se identifica como el que cuenta esa historia, como el que ha visto pertinente que salga a la luz por valores que ha reconocido en ella que quiere compartir. Poco a poco, el autor se va separando del narrador hasta llegar a convertirse en una simple firma. Cuando el autor deja de hacerse cargo de lo que cuenta es cuando su firma empieza a perder sentido. ¿Quién ese ese nombre? En el acto comunicativo que constituye la literatura, desaparece una parte y el lector quiere recuperarla de alguna forma, saber quién es, por qué escribió eso, qué interés tiene en que alguien lea lo que ha escrito. Pero de repente esa información está mediada, no es directa. Aparece un rocambolescao circuito de encumbramiento del autor: premios, actos conmemorativos, presentaciones de libros por amigos famosos que no dan con el espíritu del libro.

Cuando nos encontramos con autores como Thomas Bernhardt, la potencia de su voz tiene que ver con que está identificada (por cierto, se me ocurre que en su libro Los premios, trata este tema de manera muy interesante). Es él el que escribe y en medio de un mundo literario montado sobre la base de escritores alejados, resulta fiable. Es curioso utilizar el adjetivo fiable, pero cuando un autor está metido en un circuito de marketing entra en el territorio de la sospecha. No es necesario crear una voz como la de Bernhardt, pero sí dar cuenta de lo escrito. Los libros están separados completamente de sus autores. En todo ese mundo, lo de menos es el libro.

El acto comunicativo de la literatura es circular, nunca lineal. No hay un autor que da un libro a un lector a cambio de dinero, aunque el dinero tenga que estar para la existencia del libro. Hay una historia que el propio autor quiere conocer mientras la escribe y que le lleva necesariamente a querer compartirla. El autor es el primero en disfrutar de algo que no sabía, es tan lector como el lector. Desde ahí es desde donde tienen que sentarse las bases de las relaciones entre el autor y el lector. Por ejemplo habría que decir, “el autor y los lectores charlan sobre el libro B”. Nunca, “el autor charla con sus lectores sobre el libro B”. No son sus lectores, son los lectores del libro, igual que él.

Así es como se constituye el mito del escritor como un ego inmenso que vive en una soledad infinita en un mundo inaccesible. En ningún momento un autor puede hablar honestamente de soledad. La soledad está en una reunión de gente que no te escucha, por ejemplo, pero nunca en el momento de construcción de un mundo lleno de matices, que además va a ser compartido por otros. Nada como poder entrar mientras se escribe un libro en ese mundo que siempre te espera.

No es la literatura un espacio de soledades, tenemos que entenderlo así para poder crear un mundo alrededor del libro que de verdad esté pensado según su propia forma de ser comunicativa. El libro no se promociona, se presenta. Y ahí los autores tienen mucho que hacer, tienen que buscar la forma de dejar de ser meros firmantes en busca de reconocimiento para hacerse cargo de lo que han escrito. El lector quiere saber más de lo que ha leído, pero lo que le dan es el cuadro favorito del autor, o la foto de la habitación donde trabaja. La firma, pretendiendo cercanía, es el momento de máxima lejanía. El autor está ahí y no se puede tener un diálogo con él. Sólo firma.

Y esta reflexión la hago el día que se inaugura La Feria del Libro de Madrid, el sitio ideal para contemplar el espectáculo.

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