“La frágil piel del mundo”. Jean-Luc Nancy

Texto de Jordi Massó

A comienzos de los años 80 del pasado siglo, Jean-Luc Nancy empezó a denunciar lo que
él llamó “la nostalgia por la comunidad verdadera”. Ese sentimiento iba de la mano de
otro, el miedo a que las formas comunitarias vigentes –políticas, religiosas, familiares, etc.–
no fuesen sino construcciones artificiales responsables de que hubiese quedado en el olvido
esa otra comunidad, la auténtica, una comunidad autofundada y autogenerada. En otras
palabras, el ser humano contemporáneo, aislado y huérfano, necesitaba reencontrarse con
ese espacio originario, mítico, de donde procedería en último término su identidad.
Nancy entendió este movimiento como una búsqueda falsa de un espacio común, y ello
porque esa comunidad de donde todo surgió nunca existió, no fue real, como sí lo ha sido
en cambio su principal efecto: la construcción de comunidades identitarias, excluyentes y
enfrentadas entre sí. Pero junto a la denuncia de esto pensamiento “comunitaristas”, el
filósofo propuso pensar de otra manera lo común, fuera ya de cualquier forma de
comunidad.
De ahí el protagonismo que ese término tuviese en su obra, al igual que ese otro con el que
también se identifica su pensamiento, el “con” (avec). “Con, como categoría simple, se
encuentra casi siempre postergada a la externalidad y la accidentalidad por nosotros
mismos: estoy con ustedes en esta sala, como consecuencia de varias circunstancias, como
los automóviles están los unos con los otros en un estacionamiento. Es la yuxtaposición, la
proximidad espacial, a lo sumo, la correlación. Sin embargo, también estamos dispuestos a
rebatir que nuestra presencia en conjunto en esta sala no es pura yuxtaposición. No somos,
por así decirlo, una multitud en una plataforma de tren. Tenemos razones comunes para
estar aquí juntos”.
Así que eso común queda lejos de cualquier identidad, de cualquier espacio concreto
(territorio, nación), de cualquier afinidad, que haga que unos seres se relacionen entre sí
configurando, delimitando, algo que adoptaría la forma de una comunidad. No, este nuevo
común tiene más que ver con el hecho de “estar en el mundo con las montañas, los árboles,
los peces, los lobos, así como con las máquinas, las construcciones, las instituciones que
hemos producido. Es el lugar que hace que nazcan las culturas, las lenguas, las costumbres,
las formas, los acentos, los gustos, los colores, los sabores, las leyes y los sueños. Es, en
definitiva, lo que se llama civilización, o la forma de vida en común”.
De ahí que la profundización en el espacio de “lo común” sea al mismo tiempo una
reflexión sobre nuestra civilización o, en términos del mismo autor, sobre “el mundo”, es
decir, ese entramado de relaciones que une la vida humana con lo que la rodea. Ahora bien,
y como él mismo advirtió en innumerables ocasiones, no se trata de “invocar ni un
misticismo de la naturaleza-madre ni algún tipo de panteísmo. Sólo tenemos que
redescubrir, sobre un modo no obstante inédito, lo que sabían sobre un modo todo
diferente los que vivían en los mitos: hay una comunicación y una participación universal
de los entes, es decir, los cuerpos del mundo”.
El problema es que nuestra forma de producir, de consumir y de vivir ha revelado el
carácter frágil de ese mundo. Nancy dedicó sus últimos trabajos a alertar del peligro que
suponía para lo común el frenesí consumista inherente al capitalismo. El mundo tal y como
él lo entendió, era equiparable a una fina membrana que, a la vez que protege, necesita ella
misma de cuidados. Es, en este sentido, idéntica a la piel. La frágil piel del mundo, como se
titula su obra, es lo más vulnerable de lo que disponemos y es, al mismo tiempo, todo
cuanto nos protege de una devastación hacia la que, como señaló, vamos encaminados. Un
ejemplo de estos males que dañan esa frágil piel es el coronavirus responsable de la
pandemia y sobre el que Nancy dejó escrito que era, también, un “comunovirus”: “el virus
nos comuniza. Él nos pone en pie de igualdad (para decirlo de una vez) y nos agrupa en la
necesidad de hacerle frente juntos. Que esto deba pasar por el aislamiento de cada quien no
es más que un modo paradójico de darnos la oportunidad de poner a prueba nuestra

comunidad. Uno sólo puede ser único entre todos. Esto es lo que hace nuestra más íntima
comunidad: el sentido repartido de nuestras unicidades”.
Así pues, al igual que el virus ha mostrado la fragilidad de nuestra civilización, también ha
mostrado que hay espacio para una nueva comunidad, para un nuevo “nosotros”, único
sujeto capaz de dar respuesta a los problemas ecológicos a los que la humanidad deberá
dedicar todos sus esfuerzos acabada la crisis sanitaria. Cómo ha de construirse este espacio
de lo común es lo que Jean-Luc Nancy propuso en sus últimos trabajos, en los que la
reflexión por ese “porvenir sin pasado ni futuro” al que nos enfrentamos, iba de la mano
de una atención a lo más propio e íntimo y, a la vez, externo, a lo que nos separa los unos
de los otros pero que simultáneamente permite que entremos en contacto, es decir, la piel.
“La piel es el modo en que formamos parte del mundo”.

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