La invención del mundo

La invención del mundo.

En el colegio nos enseñaban cómo era el mundo. Estaba dividido en categorías y nosotras necesitábamos tener un mapa de cómo era para poder manejarnos en la vida. En ningún momento pensamos que podía haber sido pensado de otra forma, que se podría haber elegido otra medida para las cosas, otro tipo de clasificación o simplemente no clasificarlo. El mundo era así. Por eso, cuando a los dieciséis años apareció una asignatura que se llamaba Filosofía, la seguridad de un mundo único y verificado se quebró. Todavía recuerdo cómo estaba sentada en el pasillo y la profesora lo recorría de arriba abajo en lugar de hablar sentada detrás de una mesa como siempre había ocurrido. Resulta que el mundo tal y como nos lo habían enseñado era una invención. No venía clasificado y ordenado de fábrica, alguien decidía cortar un patrón y crear un traje que lo envolvía. Menos mal que estaba la lógica, una serie de proposiciones y conceptos que establecían leyes para salvaguardar la verdad. La lógica era como una especie de juez de la invención. Estaba bien pensada esa forma de ofrecernos la filosofía. El primer año recibías la bofetada de entender que el mundo era como era pero podría haber sido de otra forma y el segundo año, por orden cronológico, estudiabas las ideas que iban sustituyendo una invención por otra. Por supuesto yo decidí estudiar Filosofía. Si el mundo era así, era mejor colocarse del lado de los que inventaban y no del lado de los que construían ciegamente las invenciones.

El gran problema, o la oscuridad que sentí en aquel momento que era la antesala a mi futuro, era que la profesora no lo contaba como una invención, esa era sólo mi sensación. Me di cuenta de que la Filosofía para aquellos que la amaban era una especie de hobby. Me gusta la filosofía, me gusta pensar, disfruto pensando el mundo, pero no me afecta como para cambiar  mi punto de vista sobre las cosas. La profesora recorría de arriba abajo el pasillo a toda velocidad siguiendo un nerviosismo apasionado por el encuentro con algo, pero el mundo para ella, el mundo que teníamos que vivir, seguía siendo el mismo. Después de aquellas clases en las que todas sin excepción estábamos en silencio, volvíamos a coger el autobús, volvíamos a bajarnos en nuestra parada asignada, volvíamos a dejar la mochila sobre la silla y la tarde se presentaba como era de esperar. El reloj de la ciudad tocaría a las diez el negra sombra como un toque de queda y ahí empezaría mi mente a viajar libre, mientras el mundo se clausuraba por unas diez horas para volver a empezar igual al amanecer.

En el colegio nos enseñaban lo que estaba bien y lo que estaba mal. No había ninguna duda en esta distinción porque los diez mandamientos habían sido dados por Dios. Moisés se había visto sobresaltado por una zarza en llamas que hablaba y las palabras de estos mandamientos que solucionaban el problema del caos humano, la desdicha, la bacanal, la perdición, quedaban escritas en una piedra con forma de libro. Un libro de piedra era una imagen muy impactante para mí porque era un libro que no se podía leer, no tenía páginas, no era ligero, no podías alterar libremente el orden de las palabras.  Los mandamientos no se asimilaban en una lectura, se aprendían de memoria y tampoco había que entenderlos, había que obedecerlos. Amarás, la primera palabra, era ya una misión imposible. ¿Se puede amar con voluntad? Ojalá se pudiera amar con sólo quererlo, o simplemente como producto de la obediencia, como quien hace una cama porque le obliga su madre. Esta reflexión no la tuve de pequeña, pero entonces, cuando funciona el instinto y la intuición, amarás me producía un latigazo que nada tenía que ver con el amor. En aquellos mandamientos sonaba el castigo antes que el nacimiento de algo salvador. Amarás era un castigo. En cualquier caso, nadie entendía ese primer mandamiento, todas entendíamos algunos como el de no robar, no mentir, no pegar o matar y poco más. Así que nuestras confesiones eran siempre las mismas: me peleo con mi hermano, le cogí un día un poco de dinero a mi madre, dije alguna mentira. Cuando empezaba la adolescencia la cosa se complicaba porque entonces aparecía la impureza. Y este era el gran momento de crisis porque el sentido de la pureza no estaba marcado por fluir naturalmente, por ser uno mismo, sino por hacer las cosas que nos decían que significaba pureza y evitar aquellas que nos decían que eran impuras. Ese era el momento en el que claramente el mundo nos hacía una opa. Antes podíamos compartir públicamente lo que confesábamos: la mentiras, los robos, las peleas, pero ahora, la pureza o impureza de nuestras acciones no se comentaba. Porque era algo íntimo, nos decían, pero en realidad era porque el mundo se apropiaba de nosotras, tomaba el control. Creaba la intimidad como un lugar aparentemente profundo y sagrado, cuando en realidad era el pozo donde escondíamos toda la espontaneidad, la transparencia, el principio vital, la alegría.

El mundo, ese invento que se va transformando a lo largo de la historia, siempre tiene como objetivo mantener un fin, llevar a cabo la idea que tiene de sí mismo en un momento dado. Por eso, cuando nosotras desde España veíamos a Nadia Comaneci, después de su increíble actuación donde el movimiento del cuerpo era pura belleza, nos acongojaba la tensión de su cara cuando esperaba envuelta en su albornoz, sola en un grupo de solas, supervisada por un mayor, el resultado de la votación. Recuerdo que me sorprendía la forma de enseñar el trofeo, con movimientos casi militares, a un lado, al centro, al otro lado. Claramente ahí no estaban los diez mandamientos, pero sí otro tipo de voz, otro texto que creaba otro pozo profundo y oscuro.

En las casas se discutía de política. Nadie opinaba, todos tenían fe. Unos en un mundo ordenado por los mandamientos sin preguntarse qué era el amor, pensando que con cumplir creaban el amor. Otros en un mundo ordenado por la justicia y la igualdad que los encumbraba también como únicos seres de verdad.  En ambos mundos se olvidaban de los niños, que juegan, que instintivamente sienten donde hay amor y donde no lo hay, que rechazan todo lo que les hace daño o simplemente no les da vitalidad. La niñez era un espacio humano que había que adiestrar. Ahí empezaba la creación del mundo para cada niño que aseguraba su mantenimiento. Cada vez que me recuerdo sola en el pasillo del colegio, expulsada del grupo, escuchando cómo las demás cantan las sílabas al unísono vuelvo a sentir el miedo, no a estar sola, sino a ser susceptible de ser castigada, a estar al otro lado de los demás, a saber por primera vez que existen los demás.

Ahora, sin que se haya hecho esta reflexión sobre la invención del mundo, hay nuevas ideas que aparecen como verdaderas, otro momento de fé. La clasificación hay que cambiarla. El ser humano no es el animal racional que gracias a su racionalidad puede ordenar la naturaleza. El ser racional lo ha hecho tan mal, que queda por debajo de la irracionalidad natural. Los animales ya no pueden ser usados, el clima tiene que volver a ser autónomo. Ya no están de moda los herbarios, los atlas, los bicheros. La naturaleza, que está herida, tiene que ser cuidada y respetada. Los seres humanos no merecen respeto. En vista de la destrucción de la que son capaces, tienen que autorregularse. La invención del nuevo mundo se hace desde el autoodio. No educamos bien a nuestros niños, no nos tratamos bien a nosotros mismos, no creamos una economía justa, no nos respetamos unos a otros. Y en ese contexto de reconocimiento de nuestra propia “maldad”, empieza a salir gente herida en el pasado, aquellos que no cabían en el orden creado desde el “bien”. El problema es que todos nos queremos diferenciar y agrupar a la vez contra otros. Se etiqueta y se clasifica como siempre se ha hecho en la invención de cada mundo. Si antes la clasificación primordial era entre hombres y mujeres y cada uno cumplía su papel para mantener el mundo de los diez mandamientos, ahora la clasificación se hace en cientos de grupos mínimos que se diferencian básicamente por su forma de sentir. Tenemos que aceptar la diversidad, dicen, diversidad sexual, cultural, religiosa… Cada uno elige su mundo inventado. Nadie tiene el poder de decirle a otro que tiene que adaptarse al mundo de la mayoría. Aparentemente es una promesa de libertad. Como hubo otras promesas de libertad.

A pesar de haber sido adiestrada como todos, no me preocupa tanto mi identidad como el hecho de vivir sintiendo que elijo mi vida dentro de las limitaciones que se me imponen. Ser consciente de que el mundo es una construcción que va cambiando a lo largo de la historia es un primer paso para ser más libre. Por eso, cuando me encontré con un libro escrito por (une) joven de 30 años que se llamaba a sí mismo Kim de L´Horizon, que se había puesto un nombre que no funcionaba como un seudónimo, porque se presentaba posando ante las cámaras con su propia estética, porque se dejaba grabar metido en las aguas de un lago como si fuera un actor y no con la gravedad del que se considera en posesión de la verdad, me pareció que podía estar ante un texto libre.

El libro, Blutbuch, empezaba con un prólogo, como en los primeros tiempos de la novela. El autor, en este caso, le autore, colocaba al lector en un lugar emocional y estético antes de empezar la lectura. Le va a contar a su abuela “lo”, lo que no puede contar, y nosotros vamos a asistir a ese momento de revelación de una identidad, de aquella libertad escondida en el pozo oscuro que todos tenemos. Qué mejor que una abuela como interlocutora. La abuela representa la consciencia de la herencia. Los padres educamos, con suerte no adiestramos, la abuela, que ya sabe algo sobre la vida, cuida de que ese nuevo ser no sufra demasiado en el adiestramiento.

Cuando publicamos en De Conatus Libro de sangre, estaba segura de poner encima de la mesa un libro fundamental para aumentar esa conciencia sobre el mundo inventado. Quizás el siglo XXI sea un siglo de autoconciencia, de entender qué hacemos con la vida y la naturaleza, de saber que las ideas nos abren o cierran posibilidades. Después de la lectura de Libro de sangre no nos posicionamos en ningún lugar. Emerge la intuición, el instinto, la emoción y la libertad creativa como formas de estar en el mundo que necesariamente han sido aniquiladas para poder construir mundos inventados.

Kim de l´Horizon ha sido niña cuando se disfrazaba de pequeña, niñe cuando estaba solo bajo el haya púrpura, niño delante de sus padres y de su madre. La forma de sentir el mundo desde un punto de vista sexual le hacía tomar diferentes papeles mientras representaba su papel en el mundo, pero en Libro de sangre podemos ver al ser humano que trasciende. Quizás la libertad, ese deseo de algo que no sabemos qué es pero intuimos, tiene que ver primero con liberarnos de aquello que nos aprisiona. Y eso es lo que Kim puede ver desde su escritorio de Zurich. Proust buscaba el tiempo perdido, aquella vida que pudo haber tenido si fuera más consciente de lo que estaba ocurriendo, Kim de l´Horizon va buscando los despojos, la infancia, el haya madre, Rosmarie. Mientras intenta llenar el hueco de la ignorancia con encuentros sexuales que aumentan esa sensación de vacío, escribe lo que recuerda, lo que ha quedado en su imaginación como incomprensible y doloroso. Esa es la parte emocional y entonces, el intelecto le lleva a buscar la acción del mundo, esa opa que hace sobre la vida. Es el momento de la investigación. El haya púrpura, ese árbol que se mueve como si flotara y que cambia de color con la luz pero siempre manteniendo el brillo, ese árbol precioso, fue usado en Europa para dividir a los seres humanos entre aquellos que podían adquirirlo y aquellos que no. De esa forma, dejaban de ser seres humanos para transformarse en peones de un mundo inventado. Las clases sociales han sido creadas también instrumentalizando la estética. Los códigos estéticos dividen socialmente con una sutiliza cruel. Los que no los conocen, no pueden salir nunca del pequeño mundo al que han sido relegados. Por eso, esta investigación de Kim sobre el haya de sangre como símbolo de poder y sobre la aniquilación de las brujas en Suiza simplemente por no aceptar los códigos de conducta impuestos, actúa como una nueva forma de enfrentarse a la historia.  La investigación no puede ser un adorno. Es necesario que la gente joven quiera ubicarse y entienda su pasado. Hemos dado importancia a la historia política y económica, pero no a la historia de las costumbres, a los hechos cotidianos que han ido conformando una forma de vida donde ellos se encuentran y no entienden.

En el colegio no hablábamos de hombres y mujeres. Nos enseñaban cómo era el mundo desde un punto de vista académico y científico. Cuando el autobús nos dejaba en nuestra parada no teníamos ninguna herramienta para entender lo que nos rodeaba. Estábamos atentas a las conversaciones de los mayores. Las que leíamos observábamos y ordenábamos nuestras circunstancias bajo los parámetros de los personajes de novela. Empezábamos a entender inconscientemente que había unos patrones de comportamiento que se repetían, que tenían unas causas y unas consecuencias. En Libro de sangre Kim se coloca en otro lugar. No está dispueste a simplemente observar y asumir, quiere un mundo nuevo. Para nosotras la naturaleza era paisaje, la disfrutábamos como un cuadro. Para Kim la naturaleza es un nuevo escenario tapado en el pasado por la invención de un mundo utilitario. Es como si hubiera descorrido una cortina. Ahora es el momento de entrar en contacto con ella, no desde la labor, como lo hicieron nuestros antepasados, ni desde la cosificación, como han hecho los científicos,  desde la experiencia. Yo soy naturaleza y mi cuerpo, que es mente, que es corazón, que es carne, músculo, sangre, sigue las leyes de la naturaleza y no las reglas impuestas por un pequeño y ridículo dios, como dice Mefistófeles en Fausto.

En el colegio nunca pensé en editar libros, sí en escribirlos. Editar un libro es puro deseo de compartir una lectura que crees necesaria. Me gusta ver el final de los libros, la última frase, antes de empezar a leer. Mi lengua materna es hablar. Mi lengua paterna el silencio. Y mi propia lengua son lenguas, y mis lenguas gotean, caen, se desdibujan, fluyen, se enraízan, fluyen. Así termina Kim. Podría ser un río el que habla, pero es un ser humano desbordado por la lengua, por el pensamiento que ni empieza ni termina, identificado con una sangre que nunca se estanca. Inventemos un mundo con conciencia de ser inventado y veamos qué pasa cuando la razón piensa libremente.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *