LOS MONEGROS

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Las puertas del compartimento se abrieron y un hombrecillo apareció y nos miró desde la puerta. Tomás Sigüenza, torero pá servirles. Hubo un silencio y entonces entró, intentó meter su bolsa de plástico en las esquinas de los estantes lanzando la bolsa porque el estante estaba demasiado alto para él y nosotros, los que llevábamos horas en silencio, intentábamos doblarnos en los asientos para evitar un golpe sin levantarnos a ayudar. Dejamos que el hombre optara por sentarse y dejar la bolsa a sus pies, lo hizo con toda naturalidad, parecía no esperar nada. El tren se sacudió para empezar a recorrer la estación, dejamos el letrero de Zaragoza, pensé que me gustaría ver una ciudad que parecía tan grande y estaba tan lejos del mar, entonces me parecía extraño que hubiera mundo lejos del mar. El que se llamaba torero a sí mismo miraba a todos buscando algún tipo de relación, pero nosotros buscábamos salir por la ventanilla. Llevaba el pelo peinado sobre su propia grasa y tenía unos ojos de pájaro que esperaban un futuro inminente, un hecho que podíamos intuir y nos asustaba. Estábamos incómodos, pero la llegada del desierto, Los Monegros, dijo su voz, nos metió en un paisaje desconocido, el mundo desaparecía, la tierra se mostraba como tierra, no había nada y todo era posible, pensé en que me quedaba todo por vivir, qué me pasaría, a quién conocería, cómo terminaría siendo mi vida, al pasar aquel desierto amable, empezaría. La bolsa de plástico sonó de manera frenética, todos miramos despertando de algún sueño y el torero sacó un cuchillo, un cuchillo enorme de cocina, nadie se movió, el hombre le dio varias vueltas con aquellos ojos deseosos de un futuro inmediato, miró al frente y sonrió, todos teníamos ya sus mismos ojos de pájaro, metió la otra mano en la bolsa y sacó una enorme y redonda hogaza de pan de pueblo. ¿Gustan ustedes?

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