Un país sin proyecto

 

Silvia Bardelás

Estamos sentados en la mesa desbarrando bien sobre la importancia del pasado para construir el presente cuando Joshua Cohen empieza a hablar del proyecto que unifica una nación. En su momento, los Estados Unidos era un lugar al que llegaban gentes de todas las partes del mundo, con una lengua propia, unas costumbres propias, una historia y la nostalgia de su territorio. No abandonaban esa identidad porque ese nuevo lugar al que llegaban no se lo exigía, simplemente era la promesa de un mundo mejor para sus hijos, de una posibilidad de vida más digna. Todos conocemos el sueño americano.

 

Y yo entonces pienso en España, creo que todos los que estábamos en la mesa pensamos en España y no encuentro un proyecto que nos una. El mero hecho de compartir un territorio no es suficiente para que nos haga sentirnos españoles y el hecho de que mantener tu propia lengua y tus costumbres entre en conflicto con la nación española, me parece, a la luz de la emigración en los Estados Unidos, algo completamente nocivo para esa identidad que tanto se busca. 

 

Me acuerdo inmediatamente de la película “Mientras dure la guerra”. Franco está sentado en el avión al lado de su hermano y de repente tiene una idea de cómo conseguir la unidad de España: convertirla en una nación católica, tal y como fue su comienzo. Parece que es el único proyecto que ha tenido España. Y curiosamente el cristianismo es antinacional.

 

Los franceses pueden identificar su proyecto con la revolución, con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, no parece que queden amantes del absolutismo. Los alemanes pueden identificarse como científicos o buscadores de conocimiento, aunque mantienen temblando su proyecto con una mancha enorme de exterminio. Los rusos parece claro que han perdido su proyecto, se dedican a buscar más territorio para ver si tapan el hueco y ganan sensación de poder. Su revolución, su proyecto como república soviética no funcionó porque acabó siendo un fascismo y parece difícil que una utopía vuelva a servir como elemento unificador. Italia se identifica con la belleza, su proyecto es más liviano, simplemente tienen que ser italianos porque llevan la belleza dentro. Los griegos han perdido la sabiduría, el conocimiento y ahora mismo su proyecto es una nostalgia del pasado que no tiene fuerza para llevarlos adelante. 

 

Esta idea de proyecto que vertebra un país o una nación tiene su lado oscuro. Los momentos de máximo empuje han dado lugar a dictaduras atroces. Alemania es el ejemplo más claro. La Alemania nazi era el antiproyecto y el gran proyecto a la vez. Todos los fascismos, de izquierdas y derechas, miraban hacia delante, hacia la nueva construcción, por eso tenían éxito. La gente se quedaban fascinada. No era tanto el estúpido discurso como la idea de construcción y la participación de todos, la posibilidad de ser alguien, de sentirse vivo. 

 

Nos olvidamos en Europa, cuando valoramos el crecimiento de los nuevos fascismos, de que lo que atrae no es el miedo al inmigrante, no es el cuidado de la tradición, ni siquiera el pensar en una raza única, eso es solo un discurso tonto que sujeta la racionalidad, es el acto de invocar acción, algo nuevo, fuerte. Es una pulsión. Vivimos un mundo que funciona al margen de los individuos, y el fascinado es alguien que quiere ser, quiere formar parte de la construcción, quiere actuar. El fascismo le promete que va a ser importante porque sin él no podrá venir el mundo ordenado y perfecto. Va directo a la dopamina de cada uno de los fascinados. Si llega a triunfar, esa acción esperada se convertirá en una acción contra el otro para poder crear eso que nunca llegará. Y ahí empezará la carrera del odio real, acción sí, pero una acción diabólica, lo contrario a la construcción esperada. Pero el fascinado fascista no lo sabe cuando se ve a sí mismo como un luchador por algo que cree. 

 

Por eso es importante no perder la idea de proyecto positivo. Ojalá los alemanes no pierdan su proyecto de conocimiento,  los italianos no dejen de verse como los productores de belleza, los franceses no se olviden de la libertad, la igualdad y la fraternidad y ojalá que los españoles olviden el absurdo proyecto de nación católica o el proyecto contra el proyecto de nación católica y se vean como creativos, como capaces, desde la diversidad, de inventar, de crear, como ya contó Cervantes en El Quijote, que es la celebración de la diversidad, no un fascista que con su armadura va salvar el mundo.

 

Sin alguien diferente que haga de espejo no nos podemos ver. Sin el diferente no hay más que fascismo, que en el fondo quiere obreros, no creadores. A veces pensamos que somos el único país con grandes diferencias, distintas lenguas y culturas, pero ha tenido que venir Joshua Cohen para recordarnos que los Estados Unidos, cuando todavía tenía el sueño americano como proyecto, albergaba muchas razas, muchas lenguas, muchas formas de pensar y tradiciones y no exigía a nadie que las abandonara. Siempre me ha impresionado ver en la película “El cazador” las cúpulas de la iglesia bizantina detrás de las chimeneas de la gran fundición y al otro lado, la vida, la gran montaña sin nombre, donde vivían los ciervos en libertad. 

Los Netanyahus 

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