Océano y fracaso

La otra noche me despertó el fracaso. Hay emociones que trabajan solas. Una sucesión ordenada de hechos que venían a decirme que había una enorme laguna entre el mundo y yo me hizo abrir los ojos. Eran las tres de la mañana y estaba dispuesta a dejarlo todo. Demasiado trabajo durante tantos años para sentir que lo que hago está fuera del mundo. Así que pensé que era el momento de reconocer que no funciona lo que pienso, lo que escribo o lo que digo. Era tanto el esfuerzo, el empeño, el tiempo, la coherencia en una vida entera ya, que lo único que podía hacer para mantener la dignidad era no volver a escribir o pensar fuera de la intimidad. Eso me alivió mucho. La dignidad alivia. Una emoción solo se cura con otra. La soledad decidida siempre ha sido digna. El fracaso no es lo contrario del éxito. Es un sentimiento profundísimo de no haber dado con lo que tienes que hacer, de no conectar. 

El pensamiento nocturno es radical y tiene algo de enfrentamiento con los demonios, con el lado oscuro, porque un insomne es un héroe atado a una cama. Y después de ver con tanta claridad el fracaso y asumirlo, volví a dormirme tranquila. Pero dos horas más tarde, la emoción del fracaso, que habría estado trabajando, buscando referencias para acomodarse bien en mi cabeza, me volvió a despertar. Estaba visualizando el comienzo del Ulises de Joyce, la emoción que siempre tengo con el sonido del océano, el aire de la mañana, la marginalidad de la playa, la distancia enorme que creas con el mundo cuando pones un pie en la arena.  Y entendí por primera vez por qué ese libro me entusiasma, por qué siento una energía tan potente mientras lo leo. Es el libro del fracaso. Empecé a hacer un recorrido por todos los personajes y todos eran fracasados, pero en lugar de empequeñecer al lector, lo que justamente transmite Joyce en ese recorrido de un solo día por una ciudad aislada es la dignidad del fracaso.

Majestuoso,el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma, sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

_ Introibo ad altare Dei.

Se detuvo. Escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:

_¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Y da igual que sea Stephan Dédalus o Molly Bloom o Leopold Bloom, todos son Buck Mulligan, todos están fuera de lugar porque el lugar que habitan está muerto. Así que todo lo que hagan o piensen no tiene ningún sentido porque no hay nadie ni nada al otro lado. Y ellos, unidos por el fracaso, sin que lo puedan verbalizar o reconocer, empiezan y terminan el día con la dignidad del que no puede dejar de ser él mismo y se agarran al sentido de momentos vividos en plenitud, siempre acompañados por otros.

Y ya decidida a no dormir, acompañada por este grupo de humanos, llegué al propio Joyce y me acordé de su vida como profesor de inglés, de su éxito final entre los escritores de su época, pero en cómo pensaba que su tierra no podría reconocer nunca lo que escribía y cómo eso pesaba sobre él, la incomunicación con su mundo, el autoexilio. Era un fracaso íntimo que en Galicia llamaríamos vizoso, que produce de una manera exagerada, saludable, fuerte. 

Y como la noche es así, una emoción despierta al pensamiento libre, incontrolado, me acordé de un éxito. Una vez me tocó una entrada para el cine matinal del sábado. En el colegio yo también sentía ese fracaso de no tener interlocutores. La película no me interesaba nada, Veinte mil leguas de viaje submarino, pero nunca me sentí tan parte del mundo. Me había tocado algo como a muchos otros. Y me vi sentada en una butaca en un cine lleno de niños que hacían mucho ruido. Era como ellos. El sistema me había dado la entrada como a cualquiera. No me enteré de la película, solo disfruté de estar ahí en medio, entre todos a los que les había tocado una entrada, en medio de aquella masa de niños que representábamos a una ciudad entera. Era interesante unir a gente de todos los barrios, de todas las ideologías, de todas las condiciones. Casi no podíamos oír la película porque unos gritaban, otros se movían de un lado a otro, también había risas fuera de lugar, pero creo que sentí esa maravilla de estar todos juntos, de tener al lado a niños extraños y hasta cierto punto incomprensibles para mí: niños gritones, niños solitarios, niños vestidos de distantas maneras, niños que hablaban en gallego, niños que hablaban en castellano, niños.Y creo que todos teníamos esa sensación de éxito porque nos había tocado la entrada, porque nos habían reconocido, existíamos. 

Sí ese recuerdo de éxito, de estar donde tienes que estar, de sentir que el mundo donde habitas te ha dado un lugar para estar, me dejó sin dormir definitivamente. La emoción del fracaso que me había despertado no era personal. El mundo que habitamos es el submarino de la película, alejado de la luz, del olor, del sabor, del sonido. Un mundo con objetivos aparentemente claros pero alejados de lo que necesitamos. El submarino no se movía, los hombres, sólo recuerdo hombres, no se movían. Sin música. Quizás la película sea distinta, pero en mi memoria está esa brecha radical entre lo que nos estaban contando y los que estábamos vivos al otro lado. 

Sintiendo uno de mis baños en el océano mirando el horizonte volví a Stephan Dédalus paseando por la playa y volví a Gabriel en Los muertos, viendo caer la nieve. Fracasados a nivel social, conectados íntimamente a algo tan sobrecogedor que probablemente no les deja participar de la fiesta. 

 

Los Muertos James Joyce

 

 

 

 

LOS MUERTOS

James Joyce

 

 

Guia_profesores_Los_Muertos_De_Conatus

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *